miércoles, 28 de enero de 2009

Anarquía Metro

La frase retumbó temible en mis oídos veinticuatro horas antes: Le llegas rapidito en metro, no hay pérdida.
Como si de mi peor pesadilla se tratase, respiré profundo intentando no dar cabida a las aterradoras imágenes que comenzaron a agolparse en mi mente: la multitud anhelante, mal distribuida a lo largo del atiborrado andén, la falta constante de oxígeno, la espera interminable por un tren que jamás arriva, la reiterada repetición de una instrucción que nadie parece seguir, y el reloj, el temible reloj, tercamente indetenible... La masa, en fin. Siempre la masa, inconsciente, heterogénea, estúpida.
La pesadilla se hace realidad al día siguiente. La cita, puntual a las 8:00 (aun cuando se respetará el órden de llegada ¿?) no se llevará a cabo si no se toman ciertas previsiones, llegar temprano la más importante. No hay opción, por vía terrestre se tomará demasiado tiempo. Incapáz de encontrar una alternativa, llego a la temida conclusión: No queda de otra... Hay que viajar en metro.
Y es que usar ese servicio público, más que una bendición puede resultar en una auténtica tortura. Más allá del hecho de que debemos llegar a nuestro destino en un cierto margen de tiempo, la verdadera angustia está en saber si llegamos incólumes o no, libres de la nefasta influencia de ese reino de la anarquía en que se convierte cada estación, especialmente durante la hora pico. En ese contexto no hay campaña publicitaria que valga, no hay evolución de la raza, no hay reglas ni recordatorios. Pues, como dije, la que manda es la masa, y la masa es, por definición la que puede influir en la marcha de los acontecimientos. (DRAE, 22ª Ed, 2001)
Ni bien entro a la estación, respiro un aire viciado que entorpece mis sentidos, y mi percepción, al menos momentáneamente, mientras logro ubicar mi posición en este tablero de juego. La actividad debe ejecutarse con un máximo de eficacia, pues de no hacerlo, la masa te abandonará, te hará a un lado, inmisericorde, con la misma rapidez de la que aduce gozar el sistema férreo.
Siendo así, me distribuyo a lo largo del anden, tan rápidamente como me lo permiten las personas que me preceden; deseosa por encontrar un espacio -así sea mínimo- que me permita acceder (con seguridad más tarde que temprano) al anhelado vagón. Uno tras otro se suceden los trenes, y -como el primero- cada uno de ellos se retira atiborrado de porciones de masa -antiguamente conocidas como personas- en tal comunión, que el límite entre unas y otras simplemente se difumina.
Lentamente, avanzo en mi posición... O al menos así parece ser.
Quizás en el próximo...
El aire enrarecido hace mella en mí, obligándome a divagar, al tiempo que el calor comienza a minar las fuerzas y, hace tiempo ya, también mi paciencia. ¿Cómo es que puede llegarse a esos niveles de anarquía? ¿En qué punto se pierde la conciencia del colectivo, del bienestar común -pues finalmente todos tenemos la misma necesidad de llegar a tiempo, el mismo derecho a disfrutar de un servicio adecuado y digno, el mismo deber de respetar ese derecho y esa necesidad en los demas? ¿Cuán bajo puede caer el espécimen humano a la hora de anteponer sus intereses al de los demás, aún cuando tal cosa signifique hacer ineficiente un servicio que bien usado es, sin lugar a dudas, altamente beneficioso? ¿Puede una sociedad así seguir llamándose "civilizada"?
Cavilaba de esta guisa cuando una instrucción me trajo abruptamente de vuelta a la realidad. El tren que recién ha arrivado viene vacío. Antes de que logre decidir si se trata de una bendición o de una mala jugada de la fortuna, una voz femenina se apresura a indicar: -Se les informa a los señores pasajeros que deben abordar el tren a su máxima capacidad, respe...-
No consigo escuchar el final de la frase pues la masa me introduce a fuerza en el vagón y sólo atino a poner las manos frente al rostro para no estrellarme contra la puerta frontal. Así, en un vagón atestado hasta las metras de ¿personas?, con el rostro sudoroso adherido a la ventanilla de la puerta, y una oración en la punta de los labios, logro llegar a mi destino, cuatro (sí, milagrosamente sólo cuatro) estaciones después.
El sonido del tono alerta sobre el cierre de las puertas. Otro tren ha partido, otra masa intentará llegar a tiempo al lugar donde debe estar, iniciará una nueva pesadilla para alguien más...
Miro el reloj una vez más, las 7:48...


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