lunes, 31 de mayo de 2010

LA DIFICIL COINCIDENCIA

Que los pequeños y los grandes milagros existen, eso no es nuevo. Que la vida, cual el estribillo de la popular canción, te da sorpresas, es una verdad tangible como una catedral. Pero que muchos, por no decir una buena parte de la población, prefiere la comodidad de no crearse ciertas expectativas ante el minúsculo número de posibilidades que existen de percibir alguno de esos milagros, de eso no me cabe la menor duda. ¡Y sin embargo ocurren!

Una noticia inesperada puede redefinir tus horizontes. Un suceso cualquiera puede estremecerte hasta niveles que creías imposibles en ti. Una palabra, un gesto, todo puede ser susceptible de convertirse en el momento de “tu vida”; empleando en estas seis últimas letras todo el peso de la trascendencia.

No obstante, y hablo a la luz de mi experiencia personal, el más difícil de los milagros que me ha tocado presenciar es el de la coincidencia. Al parecer, la compleja actividad de encontrar (y aquí el verbo es utilizado en toda su extensión) una pareja, un compañero de vida, tu media naranja o tu peor es nada, resulta especialmente esquiva para algunas personas. Y no me refiero tan sólo a la búsqueda y conquista, hablo de la parte de la cotidianidad, de la compatibilidad de caracteres, tan difícilmente lograda en algunos casos que puede dar al traste con la relación. Coincidir no puede ser considerado ya como un designio divino que pueda dejarse en las antojadizas manos del destino. Prueba de ello es el numeroso universo de páginas web dedicadas a propiciar esa coincidencia. Las páginas de solteros, asiéndose a las nuevas tecnologías, se han atribuido la tarea de juntar a las personas.

Con el argumento de la ciencia (si entendemos por ciencia una serie de algoritmos y códigos binarios que emparejan perfiles con marcada tendencia a la coincidencia) prometen encontrar por ti a la persona ideal, la más cercana a tus intereses (previamente vaciados en un formulario) y con la que no deberías –según esta “teoría”- tener inconvenientes para congeniar.

No pongo en duda la eficacia del sistema (sé, por contacto directo, de experiencias exitosas que comenzaron via web), pero quisiera llamar la atención sobre un hecho que resulta cuando menos alarmante. Por un lado, está la inminente necesidad de las personas de conectarse con otras, de establecer vínculos. Basta mirar un conjunto de perfiles al azar para percatarnos de que, en principio, hay una necesidad básica en todos: compañía. “Una persona con quien conversar”, “con quien pueda compartir las cosas de la vida”, “alguien que quiera estar conmigo de verdad”, son tan sólo algunas de las muchas frases, que en ese sentido, podemos leer en cada perfil.

Hombres y mujeres por igual, comparten sus penurias amorosas mientras rumian su soledad soterradamente, bajo el barniz quebradizo de la esperanza (para mí, es la verdadera necesidad de fondo la que habla) quejándose por no poder realizar la que podría parecerle, a otro grupo de personas, la actividad más sencilla del mundo: sociabilizar.

Por otro lado, pareciera existir una marcada tendencia al fracaso en lo que toca al encuentro personal y directo, que impulsa a estas personas a buscar, virtualmente, lo que no pueden conseguir en el mundo real. También conozco de casos en donde nunca ha existido contacto personal entre personas que pueden presumir de años de amistad, algunas, incluso, en términos bastante particulares. Tampoco resultan ajenas las anécdotas de infidelidades virtuales que han acabado con relaciones “verdaderas”, o cuando menos, seamos realistas, con prospecto de futuro.

Al margen de todo lo que pudiera decirse de las relaciones virtuales, considero que debe prestársele mayor atención a este fenómeno que está cambiando la manera de percibir el mundo en un gran número de personas (jóvenes y adultos), al punto de trastocar las propias leyes con las cuales nos hemos desenvuelto por siglos.

Así, es posible confesar prácticamente cualquier cosa bajo el amparo de la virtualidad, en tanto se callan verdades para un mundo real, prejuicioso y castrante, que sigue girando, ignorante de esa otra personalidad, que es libre y capaz de todo en un universo cuya única ley es la de los códigos binarios. Decir que te gusta mucho o poco el sexo, que sólo quieres una relación de una noche, que no te interesan las morenas o los gordos, es perfectamente válido. La consigna es entonces “no molestar”. Abstenerse si no se cumplen los requisitos. Como si este mundo pudiese entender de formularios y perfiles.

Coincidir no es, en lo absoluto, sencillo, pero la respuesta no puede estar en una búsqueda fragmentaria. No podemos saltarnos lo pasos y pasar a desagregar la posible relación por el número de coincidencias o estridencias escritas en un formulario. La delicada tarea de coincidir, aún con el riesgo del fracaso a cuestas, es uno de los más maravillosos milagros a los que podemos asistir. Sería terrible perdérselo por estar sentados ante el computador.

lunes, 10 de mayo de 2010

RESPUESTA DE LA NIÑA BUENA

Estimado Sr. Arjona:


Si me he decidido a escribirle, créame, no es por reproche. Pero considero que todo aquel que se ve en determinado momento en el banquillo de los acusados debería contar, cuando menos, con alguna forma de defensa. Y en este caso, usted mismo me ha dado los argumentos.


Comenzaré pues, como es debido, por el principio. No le quito razón en su verdad, y lo justo es admitir que la tiene. No se puede negar que ha hecho usted un retrato bastante ajustado de mi persona y asumo, no sin cierta tristeza, que soy eso que usted llama una “niña buena”. Pero debo advertirle que no por voluntad propia actúo como lo hago, y digo lo que digo. Soy lo que soy porque debo serlo, así me enseñaron y así, tristemente, me dicta la vida -aún hoy- que debo ser. Porque si actuara, Sr. Arjona, como me dicta mi instinto, siguiendo la más férrea libertad de acción, sin duda alguna las cosas no serían como son.


Dígame usted qué pasaría si decidiera yo portarme mal como es su sugerencia. Qué pasaría si pudiese yo decantarme, sin dilaciones, por una opción y fuera a su vera, a ocupar el vacío de su colchón. Qué pasaría si en lugar de escuchar esa insidiosa voz en mi cabeza que insiste en que aquello no estaría bien, hiciera caso a lo que me dicta el instinto, que no el corazón (sepa ud. que nosotras también podemos distinguir una cosa de otra) y accediera a hacer y decir lo que deseo tanto como usted. ¿Qué pasaría?


Si yo dijera que quiero ser esa chica de la esquina (que de seguro accedió a su petición sin demoras y que debe darle a todas luces menos trabajo que yo) ¿podría usted darle legitimidad a mis sentimientos y pensamientos? ¿Me aceptaría tal cual soy (humana, ni más ni menos, con necesidades no muy distantes a las suyas) sin juzgarme? ¿Evitaría usted la odiosa comparación entre mi persona y la mujer perfecta (producto, esa sí de una verdadera “niña buena”) que su madre seguramente le inoculó a usted como una verdad inalterable, y que debe llevar en su cabeza como estándar para evitar desastrosas elecciones?


¿Qué pasaría si le dijera que no tengo otra opción, y que al final de cuentas, tampoco quiero ser tan buena? Si le dijera que me harté de tanta hipocresía, ¿mandaría usted a su mamá de paseo y a sus ideas sobre la mujer perfecta? ¿Podría considerarme como una posibilidad para ser la mujer que usted necesita en su vida? ¿De qué manera me miraría usted y los que, como usted, juran que hay (cuando menos) dos tipos de mujer, si cedo a mis deseos y anhelos?


Mi problema, Sr. Arjona, es que ni quiero ser mascota de sociedad, ni quiero que me traten (sea mujer o sea hombre) como esa de la esquina a la que de seguro usted, ni por asomo, presentará a su mamá o a su familia, ni hará respetar como a una de las “buenas”. Mi problema, Sr. Arjona, es que nos hace falta el saludable punto medio, pero en este campo de batalla que son las relaciones no hay lugar para medias tintas. Le sorprendería saber cuántas de nosotras somos capaces de ser de un bando y del otro, si tan sólo dejaran de obligarnos a decidir. No se resienta conmigo por responder a uno de los esquemas en los que ustedes los hombres nos han encasillado. Más bien deje de juzgarme cuando sea yo la de las sugerencias, la que quiera llevarlo a la esquina o la que lo invite a mi colchón. Cambiemos las reglas del juego… deje usted de hacerse el príncipe y yo de hacerme la buena, y verá como dejo de inmacularme en la pena y como deja usted de esperarme en vano.