martes, 5 de enero de 2010

Réquiem para un ídolo

No quiero que me lloren
Cuando me vaya a la eternidad
Quiero que me recuerden
Como a la misma felicidad

Pues yo estaré en el aire
Entre las piedras y en el palmar
Estaré entre la arena
Y sobre el viento que agita el mar


Roberto Sánchez. Así sin más. Sin motes, sin marquesinas, sin adjetivos pomposos. Ese es el nombre del hombre que, luego de una larga convalecencia, producto de un triple trasplante de corazón y pulmones, falleció (hará cosa de unos minutos, unas horas, ahora mismo no lo sé) en un hospital de Mendoza, en su adorada Argentina, a destiempo –como suelen irse los genios- y probablemente sin el merecido reconocimiento a esa genialidad.


Más allá del insólito hecho de haber tenido la templanza para remplazar tres órganos que son vitales para cualquier ser humano, y de haber sobrellevado la no menos impresionante convalecencia durante los 45 días que siguieron a la intervención, Roberto Sánchez, El Gitano, El Grande, nos abandona legando a la posteridad algunos de los más grandiosos clásicos de la música en español, una vida consagrada a un arte que le era tan familiar como abrir los ojos, y un ejemplo de vida a ser imitado por las nuevas generaciones, tan ávidas de un ídolo –un verdadero ídolo, quiero decir- que perviva más allá del éxito de un “one hit wonder” y un marketing desenfrenado.


Sandro, El Gran Sandro de América, como era conocido por la crítica y por las miles de “nenas” que sin importar raza o edad le éramos fieles, se ha ido, dejando un vacío imposible de llenar. En lo que a mí respecta, la generación de ídolos, de grandes ídolos, aquellos que poseían un talento innato para la música, la composición, la escena, han desaparecido para no volver. Difícilmente podrá cualquier artistucho de quinta, mal asesorado por una maquinaria promotora y publicitaria, igualar el talento y la creatividad artística de un hombre como Sandro, que no se limitó con hacer música siguiendo sus propias ideas, sino que además actuó para el cine y la televisión, y que se lleva consigo el mérito de ser el primer latinoamericano en presentarse y llenar el Madison Square Garden, en una época en la que el cross over era siquiera impensable para los artistas de este continente.


Un hombre con la visión suficiente como para tomar la decisión de recitar los temas que compuso para su público, cuando las cuerdas vocales no le acompañaron en su ambición de cantar. Que fue siempre fiel a sus ideas (quienes lo aprendimos a escuchar, a adorar y a comprender, lo sabemos) con el nervio necesario para admitir sus errores, humano al fin como era, a pesar de la grandilocuencia de la fama que lo rodeó inseparablemente a lo largo de su vida. Era, en toda ley, un artista cabal.


52 álbumes, más de una docena de películas y los millones de discos vendidos, dentro y fuera de su natal Argentina, dan cuenta de una carrera artística prolífica y sólida que romperá, sin duda, las barreras del tiempo y del espacio, confiriéndole al humilde Roberto Sánchez el lugar universal que supo ganarse como Sandro de América, El Grande, El Gitano, El Ídolo…