viernes, 30 de enero de 2009

Ilusión

Cómo pedirle a alguien que ha esperado tanto, que espere un poco más…

Cómo, si las ansias de llenarlo todo con tu presencia lo inundan todo.

Cómo se le pone freno a una ilusión…

Dudas, miedos, inseguridades, pero ilusión al fin.

Me robas el tiempo que paso pensando en ti, tiempo que no recupero porque al terminar de pensar en ti, vuelvo de nuevo a preguntarme en dónde estás o qué estarás haciendo…

Colmas con tu presencia, aún sin estar, cada espacio de mi vida, con un gran atrevimiento, sabiendo que ni permiso se te ha dado.

Me retas a vivir cada vez con menos oxígeno pues lo que vivo y lo que siento, lo que deseo y lo que más anhelo, está todo lleno de ti… Y cuando eso ocurre, se me nubla la razón y me falta el aliento…

Y lo peor de todo es que me gusta, me inquieta que nada de esto pueda no pasar, pueda no ser real, producto todo de un anhelo, de las ganas enormes de querer que me quieras… de que sea real, de que esta vez, quizás esta vez, pueda ser cierto, y sientas tú también lo mismo que yo…

Por primera vez tengo la certeza de que es el momento… De que se me brinda una gran oportunidad y no quiero perderla, porque quiero que así sea, y quiero que sea contigo…

Y encima te tomas la osadía de iluminarlo todo cuando sonríes…

Y a mí me dejas, indefensa

Ante tanto, y todo, lo que siento…

jueves, 29 de enero de 2009

No hay nada peor que la ignorancia

No hay nada peor que la ignorancia… desde cualquier punto de vista. Entendida desde ese amplio abanico de posibilidades que ostenta groseramente, es peligrosa, peligrosísima. Más allá de la ignorancia académica, ese cáncer que subyuga a naciones enteras, sumergiendo a los pueblos en el oscurantismo y la decadencia social, está la ignorancia humana.

La ignorancia humana es aquella que le impide al afectado, entiéndase por ello al “ignorante”, establecer una relación sana con el resto de sus semejantes, en principio porque no los considera como tal. Es decir, este grupo de personas lo integran todos aquellos seres que, por simple circunstancia, ostentan alguna clase de poder con el que pretenden –y muchas veces lo logran- humillar y vejar a los pobres infortunados que tienen la desdicha de estar bajo sus órdenes. Lo que resulta aún peor es que ese poder es usualmente ejercido desde falsos pedestales, porque, con frecuencia, son los “súbditos” de estos reyes sin corona los que están mejor preparados y poseen mayores habilidades para ejercer el mismo cargo que su “ignorante” de turno.

Desde esta perspectiva, las órdenes sólo pueden provenir de la envidia por los talentos no poseídos, desde la prepotencia porque no hay forma de controlar una mente superior y desde la más profunda ignorancia humana, porque aquel que no reconoce en los demás aquello que nos hace iguales a todos, aquel que ignora lo esencial del ser humano, aquel que desconoce la humildad y la justicia, no es otra cosa que un ignorante –que hace un daño inmenso, es verdad- pero un ignorante al fin.

Lo terrible de todo esto es que se trata de una situación que se repite con frecuencia y son los más débiles los que quedan desamparados ante estas vejaciones. Porque, además, por encima de los “ignorantes” están los “ciegos” quienes por causas justificadas o sin ellas, no alcanzan a percibir lo que ocurre en su entorno y terminan apoyando a quienes no deben, poniendo en entredicho, incluso, su capacidad de liderazgo. Lo triste es que esta situación se repite continuamente y pareciera no haber una forma para solventarla. Cuesta ser el “ser pensante” cuando tu autoestima y tu valor como persona caminan junto a tus pies, es difícil cerrar la boca cuando lo que necesitas es expresarte y requerir con justicia el lugar que te corresponde, el respeto que mereces y el valor que posees naturalmente, como ser humano y como profesional.

La máxima que dice: “No hay trabajo malo, lo malo es tener que trabajar” podría estar más relacionado con esto, de lo que las personas pueden llegar a confesar. Y aún más allá: existe la creencia popular de que al venezolano “le gusta ser jefe”, bajo estas circunstancias, ¿quién podría culparlo?

El Bus Caracas o las venturas y desventuras de un pasajero

¡Somos pueblo! Con esa tajante sentencia me recibe el carro por puesto que logro tomar –a duras penas- a las 7:30 de la mañana, mientras intento sostenerme de donde puedo, porque no cabe un alma en la unidad y todos debemos llegar a tiempo. Los continuos frenazos del chofer y la incomodidad propia del lugar en el que precariamente me toca viajar, me impiden prestarle demasiada atención al escrito, pero la oración es suficientemente elocuente como para que pueda evitar pensar en uno que otro detallito.

En el entendido de que todos somos trabajadores y tenemos derecho a un empleo digno y unas condiciones laborales aceptables, que nos permitan vivir dignamente, me pregunto: ¿Y no es pueblo también el que debe trasladarse diariamente –incluso más de dos veces al día- en las unidades de transporte público terrestre?, ¿Acaso no es pueblo el señor de la tercera edad que cancela el pasaje aún cuando está exento de hacerlo porque si no lo hace el “eminente” chofer lo insulta? ¿No forma parte del pueblo el estudiante que espera y sigue esperando en la parada porque los autobuses no quieren detenerse a recogerlo porque, por un derecho adquirido, el pasaje que cancela es y debe ser preferencial? ¿Cómo llamamos a los seres humanos que deben soportar vejaciones y maltratos por parte de los conductores de vehículos públicos, constantemente, porque no cuentan con otro sistema de transporte para trasladarse?

Si el conductor de la unidad tiene derechos, también los tiene el usuario que cancela las tarifas –siempre en aumento, por cierto- que les son exigidas, sólo para darse cuenta de que el servicio del que “disfruta” es deficiente, ineficiente y hasta peligroso. Unidades en mal estado, maltrato verbal, psicológico y hasta físico, riesgo a la seguridad e integridad, y en ocasiones a la vida, del usuario, son tan sólo algunas de las penurias por las que debe atravesar el pasajero que asuma el riesgo de tomar una camioneta por puesto. El transporte público urbano se ha transformado en un territorio sin ley en el que cualquier cosa puede pasar y en el que la única autoridad es el plenipotenciario chofer que hace y deshace a su antojo, olvidando que presta un servicio de carácter público y que –además- es cancelado por el usuario al que le es prestado. Quizás por esta razón la llegada del nuevo sistema de transporte masivo, el Bus Caracas, sea una amenaza para los conductores de las diferentes líneas, porque ningún pasajero que haya tenido que atravesar por estas y quién sabe cuántas vejaciones más se hará esperar dos veces para cambiar de medio de transporte, asumiendo, con justa razón, que él también es pueblo y merece un trato mejor por el servicio que cancela.

Dice un refrán popular que el respeto al derecho ajeno es la paz, entonces, señores choferes, para reconocerlos como pueblo deben ustedes también ver al pueblo que viaja en sus unidades, que intenta trasladarse a sus lugares de destino para cumplir con sus obligaciones, que aspira, como todos, un poco de respeto y consideración. Así, respetando nuestros derechos y entendiendo los suyos, es probable que podamos al fin alcanzar la paz. Entre tanto, el Bus Caracas, se nos presenta como una alternativa más que aceptable, mientras no mejoren las condiciones para el atribulado pasajero, individuo sin voz ni voto que se contenta con llegar sano y a tiempo a su destino.

¡Próxima parada, por favor!

miércoles, 28 de enero de 2009

Anarquía Metro

La frase retumbó temible en mis oídos veinticuatro horas antes: Le llegas rapidito en metro, no hay pérdida.
Como si de mi peor pesadilla se tratase, respiré profundo intentando no dar cabida a las aterradoras imágenes que comenzaron a agolparse en mi mente: la multitud anhelante, mal distribuida a lo largo del atiborrado andén, la falta constante de oxígeno, la espera interminable por un tren que jamás arriva, la reiterada repetición de una instrucción que nadie parece seguir, y el reloj, el temible reloj, tercamente indetenible... La masa, en fin. Siempre la masa, inconsciente, heterogénea, estúpida.
La pesadilla se hace realidad al día siguiente. La cita, puntual a las 8:00 (aun cuando se respetará el órden de llegada ¿?) no se llevará a cabo si no se toman ciertas previsiones, llegar temprano la más importante. No hay opción, por vía terrestre se tomará demasiado tiempo. Incapáz de encontrar una alternativa, llego a la temida conclusión: No queda de otra... Hay que viajar en metro.
Y es que usar ese servicio público, más que una bendición puede resultar en una auténtica tortura. Más allá del hecho de que debemos llegar a nuestro destino en un cierto margen de tiempo, la verdadera angustia está en saber si llegamos incólumes o no, libres de la nefasta influencia de ese reino de la anarquía en que se convierte cada estación, especialmente durante la hora pico. En ese contexto no hay campaña publicitaria que valga, no hay evolución de la raza, no hay reglas ni recordatorios. Pues, como dije, la que manda es la masa, y la masa es, por definición la que puede influir en la marcha de los acontecimientos. (DRAE, 22ª Ed, 2001)
Ni bien entro a la estación, respiro un aire viciado que entorpece mis sentidos, y mi percepción, al menos momentáneamente, mientras logro ubicar mi posición en este tablero de juego. La actividad debe ejecutarse con un máximo de eficacia, pues de no hacerlo, la masa te abandonará, te hará a un lado, inmisericorde, con la misma rapidez de la que aduce gozar el sistema férreo.
Siendo así, me distribuyo a lo largo del anden, tan rápidamente como me lo permiten las personas que me preceden; deseosa por encontrar un espacio -así sea mínimo- que me permita acceder (con seguridad más tarde que temprano) al anhelado vagón. Uno tras otro se suceden los trenes, y -como el primero- cada uno de ellos se retira atiborrado de porciones de masa -antiguamente conocidas como personas- en tal comunión, que el límite entre unas y otras simplemente se difumina.
Lentamente, avanzo en mi posición... O al menos así parece ser.
Quizás en el próximo...
El aire enrarecido hace mella en mí, obligándome a divagar, al tiempo que el calor comienza a minar las fuerzas y, hace tiempo ya, también mi paciencia. ¿Cómo es que puede llegarse a esos niveles de anarquía? ¿En qué punto se pierde la conciencia del colectivo, del bienestar común -pues finalmente todos tenemos la misma necesidad de llegar a tiempo, el mismo derecho a disfrutar de un servicio adecuado y digno, el mismo deber de respetar ese derecho y esa necesidad en los demas? ¿Cuán bajo puede caer el espécimen humano a la hora de anteponer sus intereses al de los demás, aún cuando tal cosa signifique hacer ineficiente un servicio que bien usado es, sin lugar a dudas, altamente beneficioso? ¿Puede una sociedad así seguir llamándose "civilizada"?
Cavilaba de esta guisa cuando una instrucción me trajo abruptamente de vuelta a la realidad. El tren que recién ha arrivado viene vacío. Antes de que logre decidir si se trata de una bendición o de una mala jugada de la fortuna, una voz femenina se apresura a indicar: -Se les informa a los señores pasajeros que deben abordar el tren a su máxima capacidad, respe...-
No consigo escuchar el final de la frase pues la masa me introduce a fuerza en el vagón y sólo atino a poner las manos frente al rostro para no estrellarme contra la puerta frontal. Así, en un vagón atestado hasta las metras de ¿personas?, con el rostro sudoroso adherido a la ventanilla de la puerta, y una oración en la punta de los labios, logro llegar a mi destino, cuatro (sí, milagrosamente sólo cuatro) estaciones después.
El sonido del tono alerta sobre el cierre de las puertas. Otro tren ha partido, otra masa intentará llegar a tiempo al lugar donde debe estar, iniciará una nueva pesadilla para alguien más...
Miro el reloj una vez más, las 7:48...