miércoles, 25 de febrero de 2015

¿Por qué bailamos?

Para mi hermana.
Mi hermosa bailarina a través del cristal
y mi maravillosa inspiración.

Si alguien me hubiera dicho, cuando era niña, que algún día yo subiría a un escenario ataviada con traje de luces, maquillada y peinada, dispuesta a expresar, bailando, lo que mis palabras no alcanzaran a decir… y que además sería inmensamente feliz allí… ¡Me habría reído durante horas!

No sólo porque se tratase de una situación imposible para mis circunstancias de aquel entonces, sino porque nunca, en mis sueños más locos, me imaginé a mi misma como una bailarina… de ningún género. De hecho, la que contaba con la contextura física y toda la disposición (y el profundo anhelo de serlo) era mi hermana. Fue ella la que tomó clases de ballet desde niña, la que se probó zapatillas y tutús de mil colores a lo largo de su formación como profesional, y la que salía con la sonrisa más radiante que hubiese visto jamás, aun después de haber pasado horas, ¡meses! ensayando una pieza cuya melodía, a esas alturas, hacía sangrar mis oídos.

En ese entonces, la diversión para mí consistía en ser la acompañante silenciosa, en observar las clases a través del vidrio y no perder de vista al pianista (pues lo mío era la música, la teoría, el solfeo y los libros) dispuesta a determinar, en mi juvenil cabecita, lo que significaba el ritmo, tanto para el que toca como para el que baila, tratando de dilucidar la preocupación máxima que me agobiaba como estudiante de música: cómo es que pueden ambos entenderse sin hablar.

Era increíble ver cómo la docente y el maestro pianista lo lograban sin mediar ni una sola palabra. Ella imponía disciplina, claro está, pero de vez en cuando parecía dejarse llevar en una elongación de brazos, en un tendu o en un ronde jambe que resultaba, para quien no tenía más nada que hacer que mirar por el cristal, un poco más sublime que los demás. Lejos estaba yo de saber que esos momentos de contemplación rendirían sus frutos años más tarde.

Mucho tiempo después, inmersa hasta los tuétanos en esta pasión que es la danza, no puedo menos que preguntarme cómo fue que llegue un día (un jueves, para más señas) azorada por la carrera, hasta el portal de la academia que prometía iniciarme en un fascinante mundo al que, hasta ese momento, nunca imaginé pertenecer.

De allí, supongo, surgen también estas dudas que me impelen a escribir sobre algo en lo que no me había detenido siquiera a considerar: ¿Qué hace bailar a una persona? Quiero decir, ¿qué sentimiento la o lo  lleva a decantarse por la danza como medio de expresión? Y, algo en lo que últimamente he reflexionado en gran medida: ¿Nos sentimos efectivamente atraídos por un género en particular o cabe la posibilidad de que sea la danza en sí misma la que nos induce a adentrarnos en ella sin remedio?

Estas reflexiones surgen a razón de una competencia televisiva a la que me he vuelto recientemente aficionada, en la cual un conjunto de bailarines es continuamente retado a demostrar sus habilidades en distintos géneros dancísticos hasta ser dignos de llevar el título de “bailarín/a favorito/a de (Norte)América”. Lo interesante de la competencia, desde mi perspectiva (seamos honestos, el formato de eliminación por semanas, con salvados y condenados, está bastante desgastado ya), es que si bien todos los participantes poseen distintas habilidades y se introducen a sí mismos como representantes de una determinada categoría (baile de salón, animador, ballet, danza árabe, tap, urbano, contemporánea, hip hop lírico, fusión, etc.), todos ellos, sin excepción, deben demostrar que, más allá de un género, están allí para bailar. 

Es así como, la bailarina formada en ballet clásico, lo mismo presenta una danza contemporánea esta semana que un hip hop lírico la siguiente, y un burlesque la semana posterior a esa. Sus habilidades, su técnica, su interpretación, la precisión en la coreografía, entre otros, son algunos de los aspectos que son evaluados por un panel de expertos locales, y uno que otro personaje reconocido, relacionado con el medio. Son ellos quienes darán su veredicto experto sobre la interpretación del/la bailarín/a y dejarán en manos del voluble público la decisión acerca de si su esfuerzo fue suficiente para permanecer otra semana en el show o si, por el contrario, debe abandonar la competencia.

El programa cuenta, además, con coreógrafos premiados con siete de los nueve Emmys a los que ha sido nominado por esta categoría, quienes han hecho gala de  algunas de las propuestas más interesantes que se han visto en la televisión norteamericana durante la última década. Así, con los ingredientes debidamente conjugados, el plato está servido para que, si la coreografía y la interpretación logran calar en la audiencia, un/a bailarín/a pueda probarse a sí mismo/a que está llevando su pasión por el camino correcto.

Luego de ver este programa, y con el debido vistazo a las performances presentadas durante las temporadas anteriores (reconozco que recién comencé a seguirlo durante la novena temporada) resulta muy claro para mí que aquello que sospechaba es, efectivamente, una gran verdad: sin importar el género en el que te enfoques, como bailarín/a, lo primordial y más importante cosa que deseas hacer es bailar. Es probable que quieras enriquecer tu conocimiento adicionando técnicas y expresiones de otros géneros, e incluso de otras disciplinas; como puede también darse el caso de que lo que te inspire a moverte, sea simplemente el amor por la danza, así, sin géneros ni categorías.

Un amor que lleva a imaginar las interpretaciones más inverosímiles, siguiendo los más diversos ritmos, vistiendo los más audaces vestuarios, empleando la más increíble utilería. Que te lleva a volar por los más espectaculares escenarios de la mano de tus nuevos héroes: las y los intérpretes que se atreven a correr riesgos, a innovar, a reinventarse a sí mismos todos los días, sólo por el simple placer de llevar la danza al siguiente nivel.

De allí que me asombre, en cierto modo, verme a mí misma, después de tantos años, haciendo tendus y chassés al ritmo de sonoros derbakes o sublimes címbalos. Explica también por qué no puedo dejar de cuestionarme acerca de lo que puedo hacer, qué nueva técnica puedo aprender, con qué ritmo distinto y desafiante seré capaz de poner a prueba ésta que es la quintaesencia de mi expresión: mi danza.

Y es por ello que, en medio de una clase, mientras moldeo mi técnica al fuego de la práctica y la constancia, no puedo menos que evocar aquellos momentos en que, sentada en las afueras de un salón, observaba por el cristal a una bailarina que parecía encontrarse en algún lugar, más allá de aquella aula de clases, siguiendo el compás que un avezado maestro pianista tocaba. Entiendo ahora que ese compás era, finalmente, sólo para ella… y esa era, como lo es para mí hoy, la razón de su sonrisa.

Para su deleite, dejo los vínculos de tres de mis interpretaciones favoritas. Los temas son “Puttin on the Ritz” (en el que bailaron hasta los jueces del show), “Too darn hot” y “Mercy” (esta chica es bailarina de ballet, y la propuesta corresponde a la reinterpretación de una de las coreografías nominada a un Emmy). Pertenecen a temporadas distintas pero bien merece la pena echarles un vistazo.


Sólo por pura diversión no les diré cuál me hace delirar. Baste decir que daría lo que tengo -y lo que no- para interpretarlo, si la vida y mi formación profesional me lo permiten algún día. ¿Se atreven a adivinar cuál es?





martes, 24 de febrero de 2015

Polvo de vidrio

Dedicado a ti, habibe...

No pido que no temas, o que confíes eternamente.
Con un “por ahora” me basta.
Ni castillos, ni villas, ni promesas se inscriben en el tiempo,
en el que quiero contigo, no.
En la soledad de mi alma trémula, nada puedo pedirte,
nada puedo ofrecerte, más que polvo de vidrio.

Es lo que he sido y lo que he recibido…
Pero hasta el polvo de vidrio,
En la oscuridad más sublime, brilla.

Y este que llevo por dentro se ilumina con tu cercanía,
asciende a temperaturas superiores
a la capacidad de mi alma y de mi cuerpo,
Se moldea y se transforma…
Aún el polvo de vidrio, amor mío, puede ser más… mucho más

En la certeza absoluta de que nada sé y nada tengo,
De que no puedo ofrecerte más que una promesa,
y la casualidad, llena de intención de cumplirla;
me atrevo a pedirte lo que a nadie… a esperarlo todo,
a creer, a confiar, a sentir, a ser, a existir…

Y entiendo que es un abuso,
que mi amor rebelde, terco, apasionado,
intencionalmente puro, descaradamente libre
es casi una imposición…
Pero palpita y vive… como jamás pensé que lo haría
Lleno, al fin, de una emoción.

Quiéreme hoy, que el “para siempre” está muy desgastado ya.
En esta locura compartida, me atrevo a pedirte: déjame ser tu ciclón,
Tu mar en calma, tu guerra y tu paz…

No pido que no temas, o que confíes eternamente,
Pues en la soledad de mi alma trémula, nada puedo pedirte…
nada puedo ofrecerte…
más que este dulce polvo de vidrio.

Magia

Siempre, desde el momento en que se me antojó nacer, a destiempo y a mis ganas, tuve la sensación de no pertenecer a ningún lugar. Ningún espacio se parecía a mí, en ninguna parte parecía encajar…

Meditaba en ello un buen día, cuando, desde el asiento trasero de un taxi el destino me traería al encuentro de una tierra que apenas si recordaba difusa entre los retazos de una niñez que entonces me parecía lejana, irreal.

Perdida en la seducción de un ocaso sublime, y un tanto anhelante, quizás, producto de la ansiedad, me dejé llevar por un arrebato de mi mente, que me hizo imaginar todas las ensoñaciones posibles y un poco más.

Recuerdo la salida presurosa, un trabajo a medio terminar, una discusión que inicia con la palabra “eficiencia” y que termina con una serie de adjetivos que más valdría la pena no recordar, y la certeza absoluta de que esta vez, sí: - Milagros, si no te sacan, ¡de esa oficina te vas!

Quiso el destino, en su capricho, mostrarme que el lado oculto de la luna también es hermoso, aun cuando no lo veas brillar. Que es cierto, que todo depende del cristal con que se mire; pero también de quién, asido a tu mano, se toma la tarea de enseñarte a mirar.

Cuando abrí los ojos, el alma se me llenó de atardeceres y dunas, de brisas batientes y sonrisas cálidas, de manos amigas y la más pura sencillez. Y por primera vez, como hacía mucho tiempo no me pasaba, comencé a creer que ese lugar de mis ensueños, podía ser.

Hoy, de nuevo en el asiento trasero de un taxi, mientras recorro caminos de esta maravillosa tierra, que sin mucho esfuerzo se hace querer, cuando suenan los acordes de una melodía que, aun en árabe me recuerda que nadie se queda solo en esta vida, que para cada quien hay un cada cual; no puedo menos que emocionarme al pensar, evocando palabras heredadas de mi legado familiar: no puedes saber dónde está tu destino, pero indudablemente lo sabrás al llegar.


Así, con una enorme sonrisa que me abarca el alma y la razón, mientras me dirijo al lugar donde vivo, no puedo evitar recordar ese primer viaje y las extrañas condiciones que se conjugaron para que se pudiera dar, consciente ahora de que una parte de mí casi no puede esperar el momento para regresar al paraíso de mi imaginación, al Falcón mágico de mis ensueños, a ese que es hoy... mi lugar.

Foto: Milagros V. Arteaga L. La Vela de Coro, estado Falcón, Venezuela