jueves, 22 de septiembre de 2011

Mi Cuba


Lo que yo sabía de Cuba cuando era niña era que la gente allí estaba muy limitada. Que no podía comprar lo que quería, comer todo y cuanto quisiera, o comprar la ropa de moda; y que por esa razón la gente deseaba salir corriendo de allí cuanto antes. No podía entender cómo se lograba tal nivel de sometimiento, o por qué los cubanos no se rebelaban contra ello. Eran tiempos del dólar a 4,30 en Venezuela. Tiempos de la bonanza petrolera... tiempos de mentira, también.

Después de eso vino el 27-F, y con él, el despertar. Al menos el mío. Yo, que no había visto jamás una rebelión popular, aprendí de golpe, con la nariz pegada al frío suelo de la sala de mi casa, que todas esas libertades de las que -creía- gozaba mi país, eran cortinas de humo que pretendieron cubrir años de corrupción, de desidia por parte de unos gobernantes que más que liderar (palabra que les quedó grande entonces y les queda aún más grande ahora que los analizo en su contexto) eran descarados ladrones de oficio.

El pueblo venezolano, que a fuerza de costumbre aprendió a ponerle “al mal tiempo buena cara”, se ajustó el cinturón, reconstruyó lo que pudo de las ruinas, las físicas y las emocionales, de la dura revuelta de febrero, y echo pa'lante. Sin embargo, valga decir que nunca más fue el mismo.

Un poco después de esa época, más o menos, conocí a un nutrido grupo de cubanos que visitaban nuestro país como parte de un intercambio cultural. Luego del respectivo trago rudo que supuso su deserción y consecuente entrada a Venezuela, tuvimos chance de conocernos mejor e intercambiar ideas; lo que además se convirtió en toda una experiencia para mí, cuya idea de isla era Nueva Esparta, es decir, apenas un estado dentro de un territorio más extenso, y no un país entero.

Fue así como entendí que las pobrezas pueden ser varias y muy distintas. Ellos, nos contaban, eran pobres en Cuba pero no como ustedes. La diferencia estaba, según constatamos unos y otros durante la conversa, en la educación. Todos los nuevos compatriotas eran profesionales y habían llegado a este país con su título bajo el brazo. Ni qué decir que, una vez establecidos, buena parte de ellos logró ubicarse en campos laborales, con mayor rapidez de lo que hubiese podido hacerlo cualquiera de los venezolanos allí presentes, los cuales intentábamos, previo pago de matrícula (nada barata, por cierto, dadas las condiciones económicas del momento), costearnos los estudios algunos, ganarse la vida, otros.

Por su educación, nos dijeron, no habían pagado un centavo: era gratuita, garantizada para cada ciudadano, así como los servicios de salud. Aquella realidad me marcó profundamente. Y no era para menos. Mi idea de educación estaba tamizada entonces por la angustia y, en determinadas ocasiones, por la desesperación de no contar con la mensualidad para el liceo. Y mi idea de salud, todavía peor que la anterior, significaba no enfermarme porque no había dinero para clínicas. Apenas el hospital, cuando fue necesario, mal dotado y con pésimo servicio.

Todo ello vino a mi memoria cuando hace un año me correspondió viajar al país caribeño como parte del Convenio Marco de Cooperación Cuba-Venezuela, en una misión educativa. Durante una intensa semana compartimos con docentes y con todo el personal que nos atendió en La Habana, pero también fue el espacio propicio para ver de primera mano, y conocer de boca de los mismos cubanos, esa historia que, la mayoría de las veces, nos fue contada tan distorsionada y alejada de la realidad.

Fue así que, como buenos venezolanos, nos escabullíamos una vez terminada la clase, para conocer la ciudad. En mi trayecto vi... Vi calles y caminos, humildes sí, pero muy limpios. Una infraestructura funcional y en buen estado. Conocí la alegría de una ciudad que, incluso en medio de aquel intenso calor (los venezolanos nos estábamos fundiendo, casi) puede bailar, y bailar, y cantar por toda la avenida que bordea El Malecón, para celebrar el carnaval. Asistí a una ciudad que despierta muy temprano, en plena oscuridad (el cambio horario casi no me permitió abrir los ojos a esa hora) y concurre a su puesto de trabajo, imbuida en una mística que jamás le conocí a ningún venezolano... al menos no a esa hora. Vi (casi sentí) de cerca los efectos de la disciplina (un concepto esquivo para este pueblo mío, tendiente siempre a ser laxo con los asuntos de las normas y las reglas) en una población acostumbrada ya a hacer las cosas con plena convicción de su necesidad e importancia.

Pude ser, en ese breve tiempo, una turista y una chica más. La turista vio desde el omunibús la arquitectura, La Casa de las Américas, El Malecón, La Bodeguita del Medio... la otra que fui en ese viaje se detuvo ante la belleza imponente de La Catedral de La Habana, pensando en lo perfecto de ese escenario para escribir un libro, filmar una película, o conocer al amor de tu vida... así, sin más; y abandonó la Bodeguita... (en donde, según nos contaron, nos vendieron el mojito más caro de toda Cuba) y subió a un carruaje a recorrer una ciudad hasta entonces deformada en mi memoria por tantas intervenciones del resto del mundo.

Entendí que por mucho que se escriba, se hable o se comente sobre un país, sobre su historia, su presente o su futuro, nada se compara a la experiencia de formar parte de eso que constituye lo más idiosincrásico de su esencia, siquiera por un breve tiempo. El día a día del hombre de a pie puede decirte más sobre un país que el mejor lote de libros de historia que puedas leer, que el noticiero más veraz o el relato más convincente que pudieran contarte... Aprecié la belleza del pueblo cubano en toda su diversidad (los que se fueron y los que se quedaron), comprendí su compromiso con la Revolución, su capacidad crítica para abordarla (que la hay -a pesar de que algunos sectores se empeñen en ocultarla o tergiversarla-, y muy buena, por cierto) y su comprensión del mundo (de aquel interno que constituye su nación; y del otro más extenso que les rodea, y que muchas veces no los entiende).

No conocí toda Cuba, no tuve ese honor ni privilegio, pero lo que vi me bastó para enamorarme de ella. Para sentirme, como diría Sócrates, ciudadana del mundo, haciéndome tan cubana como venezolana, como latinoamericana. Una semana me bastó para que a mi espíritu revolucionario le doliera, como nunca antes, las injusticias que sistemáticamente ha cometido el imperio norteamericano para con un pueblo que tiene todo el derecho de gobernarse como mejor le parezca, en estricto apego del derecho internacional. Fue evidente para mí el inmenso potencial de esa nación caribeña así como el respectivo temor que eso genera en determinados países.

Yo, que siempre he creído en la Revolución (así en mayúsculas), en la necesidad de erradicar paradigmas obsoletos que no funcionan y que en nada contribuyen con el desarrollo de un ser humano integral y digno; confirmo y afianzo mi compromiso para con esta Patria y lo que se ha dado en denominar la Patria Grande. Esa en la que tiene cabida el pueblo latinoamericano todo, el africano, el pueblo árabe y todos los pueblos del mundo, sin excepción, en el entendido de que el derecho de uno es el derecho de todos. Agradezco hoy a los hermanos cubanos su firmeza, ejemplo de dignidad para los pueblos insurgentes, que ven y reconocen en la Revolución el único camino posible para el nuevo mundo, para con un proyecto que es más que eso, una forma de vida. Y agradezco, más que todo, haberme hecho sentir una ciudadana más de ese pueblo que hoy reconozco como propio, a pesar de algunos pesares y de algunas susceptibilidades. 

PD. Por ahora, la imagen es prestada. Pronto publicaré las que conservo de ese viaje, pero que son aún más vívidas en la memoria... 

Eternamente Alicia


Desde que tengo memoria, Lewis Carroll ha fascinado mi imaginación con su archiconocida historia “Alicia en el País de las Maravillas” y “A través del Espejo y lo que Alicia encontró allí”. Entendí, con mi llegada a las letras (de manera profesional, quiero decir) que la complejidad de su autor se reflejaba cristalinamente en cada capítulo de esta historia y que, a la postre, esa complejidad era un poco también la del mundo. Aún hoy me sorprende descubrir arquetipos que no había descubierto en una lectura anterior.

La relación arquetipal que tan fácilmente se establece con estos textos, da lugar también a múltiples interpretaciones por parte, no sólo del que lee, sino de aquel que desea reinterpretar sus páginas. Así, hay tantas versiones del popular cuento (dudo siempre a la hora de catalogarlo como infantil) que es una tarea titánica encontrar un ejemplar que reproduzca fielmente la propuesta original de Carroll. Sin embargo, para los que nos encontramos aún hoy imbuidos en su fascinante complejidad, es posible reconocer una excelente reinterpretación de la historia.

Eso, ni más ni menos, es lo que descubrí con el film “Alice in wonderland” del controversial director (y uno de mis favoritos, valga decir) Tim Burton. Este californiano logró, aún con las evidentes modificaciones a la historia original, mantenerse fiel a la propuesta de Carroll. Así, el filme se fundamenta en una serie de elementos, personajes y acciones contenidas en el poema Jabberwocky publicado por Carroll en A través del espejo...

En perfecta armonía con las acciones de los personajes, y manteniendo los cuestionamientos esenciales del texto a lo largo de todo el filme, tales como quién eres, o a dónde quieres ir, Burton logra la fórmula perfecta para reinventar a Alicia... y, de paso, para homenajear a uno de los escritores británicos más controversiales de su época (y de las posteriores).

No obstante, y más allá de la proeza que significa reinventar un clásico tan multifacético para un público difícilmente impresionable, quiero llamar la atención sobre el hecho que supone equiparar el complejo mundo interior de Burton con el no menos dificultoso, y casi desconocido, mundo interior de Carroll.

Burton no se deja avasallar por los personajes de Carroll, tan conocidos por todos los públicos, ni se somete por entero a la iconografía de Alicia... Muy por el contrario, se mantiene fiel al aspecto gótico y oscuro característico de su obra fílmica, pero cuidando de no transgredir la historia. Dentro del “frabulloso” mundo de Alicia no extrañamos el tablero de Ajedrez, ni los naipes guardianes de la Reina Roja, al mismísimo Jabberwocky, ni tan siquiera al pájaro Dodo. Sólo Humpty Dumpty, puede darse por extraviado en esta nueva versión, quizás porque su función en el texto original como esclarecedor de los términos contenidos en el poema referido al Jabberwocky, le restarían efecto al guión.

Mención aparte merecen las interpretaciones de Jhonny Depp y Helena Carter Bonham como el Sombrerero y la Reina Roja, respectivamente. Más allá del derroche de maquillaje y de efectos especiales, estos actores lograron conectar tanto con la esencia de los caracteres como con la propuesta cinematográfica, haciéndolos absolutamente multidimensionales, muy humanos y definitivamente asequibles. Es posible comprender a la Reina Roja y su consecuente trauma, el cual la inclina a cortarle la cabeza a todo el mundo, como posible es también entender el enrevesado proceso que tiene lugar en la cabeza del sombrerero a la hora de realizar asociaciones mentales...

Es posible también, por efectos de un excelente guión, vislumbrar otras facetas de Alicia propias del proceso de autodescubrimiento que se desarrolla durante este regreso a Wonderland, y que constituye, a mi juicio, el eje central de este filme. De esta forma, la Alicia adulta que duda y lleva dentro de sí el peso de las emociones encontradas, propias del hecho de crecer, reconoce en sus remembranzas a la Alicia niña. Descubre entonces que su esencia se mantiene intacta, muy a pesar de la persona que es ahora (adulta), lo que paradójicamente la hace diferente pero también la misma persona. En este torbellino emocional, nuestro personaje logra conectar con el menos cuerdo (al menos en apariencia) de todos los individuos con los que pudiese cruzarse en Infratierra: El Sombrerero.

Más que un personaje chistoso, casi accesorio, según interpretaciones previas, se transforma en un especie de personaje guía, con la importante responsabilidad de llevar a Alicia al término de sus reflexiones. No obstante, en determinadas ocasiones durante ese proceso, su actitud cuasi paternal se transfigura, lo que nos hace presentir que hay otros sentimientos que mueven al Sombrerero, además de aquellos que nos deja entrever. Alicia, que corresponde a dicho sentir, se ve en la dicotomía de escoger entre llevar a término su propio proceso interno, volviendo a Londres, o permanecer en Infratierra con las respectivas consecuencias que ello supondría para todos los involucrados.

En todo caso, Alice in Wonderland constituye una excelente pieza fílmica que nada tiene que envidiar a cualquier otra de su época. Una que es elemento clave dentro de la filmografía de Burton y que bien puede convertirse en el referente cultural cinematográfico de una era, llena de avances tecnológicos impresionantes, sí, pero que no contaba (hasta ahora) con ninguna propuesta susceptible de trascender el contexto histórico que la vio nacer para convertirse en eso que nos encanta a los cinéfilos, y que solemos denominar como Clásico.

Imperdible: Las actuaciones de Jhonny Depp y Helena Carter Bonham; la impecable edición y los efectos especiales. Imperdible es también la banda sonora, a cargo de Danny Elfman, la cual tiene un elemento clásico muy bien logrado. En su aspecto moderno encontramos a la jóven Avril Lavigne con el tema Alice.