Lo
que yo sabía de Cuba cuando era niña era que la gente allí estaba
muy limitada. Que no podía comprar lo que quería, comer todo y
cuanto quisiera, o comprar la ropa de moda; y que por esa razón la
gente deseaba salir corriendo de allí cuanto antes. No podía
entender cómo se lograba tal nivel de sometimiento, o por qué los
cubanos no se rebelaban contra ello. Eran tiempos del dólar a 4,30
en Venezuela. Tiempos de la bonanza petrolera... tiempos de mentira,
también.
Después
de eso vino el 27-F, y con él, el despertar. Al menos el mío. Yo,
que no había visto jamás una rebelión popular, aprendí de golpe,
con la nariz pegada al frío suelo de la sala de mi casa, que todas
esas libertades de las que
-creía- gozaba mi país, eran cortinas de humo que pretendieron
cubrir años de corrupción, de desidia por parte de unos gobernantes
que más que liderar (palabra que les quedó grande entonces y les
queda aún más grande ahora que los analizo en su contexto) eran
descarados ladrones de oficio.
El
pueblo venezolano, que a fuerza de costumbre aprendió a ponerle “al
mal tiempo buena cara”, se ajustó el cinturón, reconstruyó lo
que pudo de las ruinas, las físicas y las emocionales, de la dura
revuelta de febrero, y echo pa'lante. Sin
embargo, valga decir que nunca más fue el mismo.
Un
poco después de esa
época, más o menos, conocí a un nutrido grupo de cubanos que
visitaban nuestro país como
parte de un intercambio cultural.
Luego del respectivo trago rudo que supuso su deserción y
consecuente
entrada a Venezuela, tuvimos chance de conocernos mejor e
intercambiar ideas; lo que además se convirtió en toda una
experiencia para mí, cuya idea de isla era Nueva Esparta, es decir,
apenas un estado dentro de un territorio más extenso, y no un país
entero.
Fue
así como entendí que las pobrezas pueden ser varias y muy
distintas. Ellos, nos contaban, eran pobres en Cuba pero no
como ustedes. La diferencia
estaba, según constatamos unos y otros durante la conversa, en la
educación. Todos los nuevos compatriotas eran profesionales y habían
llegado a este país con su título bajo el brazo. Ni qué decir que,
una vez establecidos, buena parte de ellos logró ubicarse en campos
laborales, con mayor rapidez de lo que hubiese podido hacerlo
cualquiera de los venezolanos allí presentes, los cuales
intentábamos, previo pago de matrícula (nada barata, por cierto,
dadas las condiciones económicas del momento), costearnos los
estudios algunos, ganarse la
vida, otros.
Por
su educación, nos dijeron, no habían pagado un centavo: era
gratuita, garantizada para cada ciudadano, así como los servicios de
salud. Aquella realidad me marcó profundamente. Y no era para menos.
Mi idea de educación estaba tamizada entonces por la angustia y, en
determinadas ocasiones, por la desesperación de no contar con la
mensualidad para el liceo. Y mi idea de salud, todavía peor que la
anterior, significaba no enfermarme porque no había dinero para
clínicas. Apenas el hospital, cuando fue necesario, mal dotado y con
pésimo servicio.
Todo
ello vino a mi memoria cuando hace un año me correspondió viajar al
país caribeño como parte del Convenio Marco de Cooperación
Cuba-Venezuela, en una misión educativa. Durante una intensa semana
compartimos con docentes y con todo el personal que nos atendió en
La Habana, pero también fue el espacio propicio para ver de primera
mano, y conocer de boca de los mismos cubanos, esa historia que, la
mayoría de las veces, nos fue contada tan distorsionada y alejada de
la realidad.
Fue
así que, como buenos venezolanos, nos escabullíamos una vez
terminada la clase, para conocer la ciudad. En mi trayecto vi... Vi
calles y caminos, humildes sí, pero muy limpios. Una infraestructura
funcional y en buen estado. Conocí la alegría de una ciudad que,
incluso en medio de aquel intenso calor (los venezolanos nos
estábamos fundiendo, casi) puede bailar, y bailar, y cantar por toda
la avenida que bordea El Malecón, para celebrar el carnaval. Asistí
a una ciudad que despierta muy temprano, en plena oscuridad (el
cambio horario casi no me permitió abrir los ojos a esa hora) y
concurre
a su puesto de trabajo, imbuida en una mística que jamás le conocí
a ningún venezolano... al menos no a esa hora. Vi (casi sentí) de
cerca los efectos de la disciplina (un concepto esquivo para este
pueblo mío, tendiente siempre a ser laxo con los asuntos de las
normas y las reglas) en una población acostumbrada ya a hacer las
cosas con plena convicción de su necesidad e importancia.
Pude
ser, en ese breve tiempo, una turista y una chica más. La turista
vio desde el omunibús la arquitectura, La Casa de las Américas, El
Malecón, La Bodeguita del Medio... la
otra que fui en ese viaje se
detuvo ante la belleza imponente de La Catedral de La Habana,
pensando en lo perfecto de ese escenario para escribir un libro,
filmar una película, o conocer al amor de tu vida... así, sin más;
y
abandonó la Bodeguita... (en donde, según nos contaron, nos
vendieron el mojito más caro de toda Cuba) y subió a un carruaje a
recorrer una
ciudad hasta entonces
deformada en mi memoria por tantas intervenciones del resto del
mundo.
Entendí
que por mucho que se escriba, se hable o se comente sobre un país,
sobre su historia, su presente o su futuro, nada se compara a la
experiencia de formar parte de eso que constituye lo más
idiosincrásico de su
esencia, siquiera por un breve tiempo. El día a día del hombre de a
pie puede decirte más sobre un país que el mejor lote de libros de
historia que puedas leer, que el noticiero más veraz o el relato más
convincente que pudieran contarte... Aprecié la belleza del pueblo
cubano en toda su diversidad (los que se fueron y los que se
quedaron), comprendí su compromiso con la Revolución, su capacidad
crítica para abordarla (que la hay -a pesar de que algunos sectores
se empeñen en ocultarla o tergiversarla-, y muy buena, por cierto) y
su comprensión del mundo (de aquel interno que constituye su nación;
y del otro más extenso que les rodea, y que muchas veces no los
entiende).
No
conocí toda Cuba, no tuve ese honor ni privilegio, pero lo que vi me
bastó para enamorarme de ella. Para sentirme, como diría Sócrates,
ciudadana del mundo,
haciéndome tan cubana como
venezolana, como latinoamericana. Una
semana me bastó para que a
mi espíritu revolucionario le doliera, como
nunca antes, las injusticias
que sistemáticamente ha cometido el imperio norteamericano para con
un pueblo que tiene todo el
derecho de gobernarse como mejor le parezca, en estricto apego del
derecho internacional. Fue
evidente para mí el inmenso
potencial de esa nación caribeña así
como el respectivo
temor que eso genera en
determinados países.
Yo,
que siempre he creído en la Revolución (así en mayúsculas), en la
necesidad de erradicar paradigmas obsoletos que no funcionan y que en
nada contribuyen con el desarrollo de un ser humano integral y digno;
confirmo y afianzo mi
compromiso para con esta Patria y lo que se ha dado en denominar la
Patria Grande. Esa en la que tiene cabida el pueblo latinoamericano
todo, el africano, el pueblo
árabe y todos los pueblos del mundo,
sin excepción, en el entendido de que el derecho de uno es el
derecho de todos. Agradezco
hoy a
los hermanos cubanos su firmeza, ejemplo de dignidad para los
pueblos insurgentes, que ven y reconocen en la Revolución el único
camino posible para el nuevo
mundo, para con un proyecto
que es más que eso, una forma de vida. Y
agradezco, más que todo, haberme hecho
sentir una ciudadana más de
ese pueblo que hoy reconozco como propio, a pesar de algunos pesares
y de algunas susceptibilidades.
PD. Por ahora, la imagen es prestada. Pronto publicaré las que conservo de ese viaje, pero que son aún más vívidas en la memoria...
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