Para mi hermana.
Mi hermosa bailarina a través del cristal
y mi maravillosa inspiración.
Si
alguien me hubiera dicho, cuando era niña, que algún día yo subiría a un
escenario ataviada con traje de luces, maquillada y peinada, dispuesta a
expresar, bailando, lo que mis palabras no alcanzaran a decir… y que además
sería inmensamente feliz allí… ¡Me habría reído durante horas!
No
sólo porque se tratase de una situación imposible para mis circunstancias de
aquel entonces, sino porque nunca, en mis sueños más locos, me imaginé a mi
misma como una bailarina… de ningún género. De hecho, la que contaba con la
contextura física y toda la disposición (y el profundo anhelo de serlo) era mi
hermana. Fue ella la que tomó clases de ballet desde niña, la que se probó
zapatillas y tutús de mil colores a lo largo de su formación como profesional,
y la que salía con la sonrisa más radiante que hubiese visto jamás, aun después
de haber pasado horas, ¡meses! ensayando una pieza cuya melodía, a esas
alturas, hacía sangrar mis oídos.
En
ese entonces, la diversión para mí consistía en ser la acompañante silenciosa,
en observar las clases a través del vidrio y no perder de vista al pianista
(pues lo mío era la música, la teoría, el solfeo y los libros) dispuesta a
determinar, en mi juvenil cabecita, lo que significaba el ritmo, tanto para el
que toca como para el que baila, tratando de dilucidar la preocupación máxima
que me agobiaba como estudiante de música: cómo es que pueden ambos entenderse
sin hablar.
Era
increíble ver cómo la docente y el maestro pianista lo lograban sin mediar ni
una sola palabra. Ella imponía disciplina, claro está, pero de vez en cuando
parecía dejarse llevar en una elongación de brazos, en un tendu o en un ronde jambe
que resultaba, para quien no tenía más nada que hacer que mirar por el cristal,
un poco más sublime que los demás. Lejos estaba yo de saber que esos momentos
de contemplación rendirían sus frutos años más tarde.
Mucho
tiempo después, inmersa hasta los tuétanos en esta pasión que es la danza, no
puedo menos que preguntarme cómo fue que llegue un día (un jueves, para más
señas) azorada por la carrera, hasta el portal de la academia que prometía
iniciarme en un fascinante mundo al que, hasta ese momento, nunca imaginé
pertenecer.
De
allí, supongo, surgen también estas dudas que me impelen a escribir sobre algo
en lo que no me había detenido siquiera a considerar: ¿Qué hace bailar a una
persona? Quiero decir, ¿qué sentimiento la o lo
lleva a decantarse por la danza como medio de expresión? Y, algo en lo
que últimamente he reflexionado en gran medida: ¿Nos sentimos efectivamente
atraídos por un género en particular o cabe la posibilidad de que sea la danza
en sí misma la que nos induce a adentrarnos en ella sin remedio?
Estas
reflexiones surgen a razón de una competencia televisiva a la que me he vuelto recientemente
aficionada, en la cual un conjunto de bailarines es continuamente retado a demostrar
sus habilidades en distintos géneros dancísticos hasta ser dignos de llevar el
título de “bailarín/a favorito/a de (Norte)América”. Lo interesante de la
competencia, desde mi perspectiva (seamos honestos, el formato de eliminación
por semanas, con salvados y condenados, está bastante desgastado ya), es que si
bien todos los participantes poseen distintas habilidades y se introducen a sí
mismos como representantes de una determinada categoría (baile de salón,
animador, ballet, danza árabe, tap, urbano, contemporánea, hip hop lírico,
fusión, etc.), todos ellos, sin excepción, deben demostrar que, más allá de un
género, están allí para bailar.
Es
así como, la bailarina formada en ballet clásico, lo mismo presenta una danza
contemporánea esta semana que un hip hop lírico la siguiente, y un burlesque la
semana posterior a esa. Sus habilidades, su técnica, su interpretación, la
precisión en la coreografía, entre otros, son algunos de los aspectos que son
evaluados por un panel de expertos locales, y uno que otro personaje
reconocido, relacionado con el medio. Son ellos quienes darán su veredicto
experto sobre la interpretación del/la bailarín/a y dejarán en manos del
voluble público la decisión acerca de si su esfuerzo fue suficiente para
permanecer otra semana en el show o si, por el contrario, debe abandonar la
competencia.
El
programa cuenta, además, con coreógrafos premiados con siete de los nueve Emmys a los que ha sido nominado por
esta categoría, quienes han hecho gala de
algunas de las propuestas más interesantes que se han visto en la
televisión norteamericana durante la última década. Así, con los ingredientes
debidamente conjugados, el plato está servido para que, si la coreografía y la
interpretación logran calar en la audiencia, un/a bailarín/a pueda probarse a
sí mismo/a que está llevando su pasión por el camino correcto.
Luego
de ver este programa, y con el debido vistazo a las performances presentadas durante las temporadas anteriores (reconozco
que recién comencé a seguirlo durante la novena temporada) resulta muy claro
para mí que aquello que sospechaba es, efectivamente, una gran verdad: sin
importar el género en el que te enfoques, como bailarín/a, lo primordial y más
importante cosa que deseas hacer es bailar. Es probable que quieras enriquecer
tu conocimiento adicionando técnicas y expresiones de otros géneros, e incluso
de otras disciplinas; como puede también darse el caso de que lo que te inspire
a moverte, sea simplemente el amor por la danza, así, sin géneros ni
categorías.
Un
amor que lleva a imaginar las interpretaciones más inverosímiles, siguiendo los
más diversos ritmos, vistiendo los más audaces vestuarios, empleando la más
increíble utilería. Que te lleva a volar por los más espectaculares escenarios de
la mano de tus nuevos héroes: las y los intérpretes que se atreven a correr
riesgos, a innovar, a reinventarse a sí mismos todos los días, sólo por el
simple placer de llevar la danza al siguiente nivel.
De
allí que me asombre, en cierto modo, verme a mí misma, después de tantos años,
haciendo tendus y chassés al ritmo de sonoros derbakes o
sublimes címbalos. Explica también por qué no puedo dejar de cuestionarme
acerca de lo que puedo hacer, qué nueva técnica puedo aprender, con qué ritmo distinto
y desafiante seré capaz de poner a prueba ésta que es la quintaesencia de mi
expresión: mi danza.
Y es
por ello que, en medio de una clase, mientras moldeo mi técnica al fuego de la práctica
y la constancia, no puedo menos que evocar aquellos momentos en que, sentada en
las afueras de un salón, observaba por el cristal a una bailarina que parecía encontrarse
en algún lugar, más allá de aquella aula de clases, siguiendo el compás que un avezado
maestro pianista tocaba. Entiendo ahora que ese compás era, finalmente, sólo para
ella… y esa era, como lo es para mí hoy, la razón de su sonrisa.
Para
su deleite, dejo los vínculos de tres de mis interpretaciones favoritas. Los
temas son “Puttin on the Ritz” (en el que bailaron hasta los jueces del show), “Too darn hot” y “Mercy” (esta chica es bailarina de ballet, y la propuesta corresponde a la reinterpretación de una de las
coreografías nominada a un Emmy). Pertenecen a temporadas distintas pero bien
merece la pena echarles un vistazo.
Sólo
por pura diversión no les diré cuál me hace delirar. Baste decir que daría lo
que tengo -y lo que no- para interpretarlo, si la vida y mi formación profesional
me lo permiten algún día. ¿Se atreven a adivinar cuál es?