lunes, 8 de junio de 2009

DEL TRÁNSITO CAPITALINO Y OTROS DEMONIOS








No había querido tocar de nuevo este tema por temor a encasillarme en una sola idea. Pensé –inocente yo- que una nueva reflexión sobre el tópico podría entrar en la categoría de satanización, y los representantes del transporte público, bueno… ellos son como son. Pero, precisamente cuando estaba por abandonar la idea, la idiosincrasia propia de estos personajes me introdujo de nuevo al ruedo; y si bien no voy a focalizar mis palabras en los vapuleados transportistas, sí que voy a centrarme en el tránsito capitalino del cual forman parte, y una bien importante.


Existen muchas maneras de vivir y padecer el tránsito capitalino, todas ellas diversas y con sus particularidades. Puedes enfrentarte a la difícil tarea de ser un transeúnte/peatón, por ejemplo, ese valiente ser que se enfrenta diariamente a conductores malhumorados de vehículos por puesto, particulares, taxis, motos, a otros torpes transeúntes/ peatones que –bien por nerviosismo, bien por simple y natural torpeza- en nada facilitan el libre tránsito. Este personaje, por lo general, lleva las de perder a la hora de cruzar calles y avenidas, pues difícilmente los conductores le dan paso; y en el caso de que logre salvar el obstáculo de los vehículos grandes, siempre quedarán los imprudentes motorizados a quienes –ya por efecto de la práctica- se les ha olvidado la ubicación del freno.


No obstante, y muy a pesar de su indefensión, el peatón –que no es un santo- suele tomar la ley vial por su propia mano con desfachatez pasmosa. Así, cruza dónde, cuándo y delante de quien le dé la gana. Nunca hay una pasarela o cruce vial convenientemente cerca, o un semáforo oportuno. Si el transporte público lo abandona en cualquier sitio, igual derecho tiene él de tomarlo en el lugar que mejor le acomode, incluso a riesgo de molestar aún más al odioso conductor, que no sólo lo “corneteó” para que se apresurara, sino que también le arrojó el vehículo en una muestra de inhumanidad absoluta.


En el otro extremo del espectro se encuentran los conductores particulares. Es casi seguro que en el pasado, los ahora conductores, hayan sido transeúntes/ peatones que tomaron la decisión de resguardar su integridad tras la aparente seguridad del volante. Y si es cierto que no morirán atropellados por otro vehículo o golpeados por motorizados, ni deberán luchar por el derecho a cruzar sobre el prácticamente invisible rayado, no es menos cierto que estos seres deberán enfrentarse a la difícil tarea de encarar a transeúntes/peatones, motorizados, taxistas y conductores de transporte por puesto con una fiereza propia de la jungla.


Parece ser un principio básico del tránsito caraqueño, el no ceder el paso a nadie, independientemente de si se trata de un peatón o de otro conductor. Si tu deseo es el del pollo, léase: llegar al otro lado, debes tomar tus propios riesgos y cruzar, eso sí, con la certeza en mente de que el éxito en tal empresa jamás está garantizado.


En el caso del conductor, además de lidiar con la proeza propia de manejar (la cual implica dominio de pedales, visión periférica al estilo de Linda Blair en El Exorcista, cuidado del vehículo ante la maltrecha vialidad, etc.), también debe tener dotes de adivinador para saber si finalmente la abuelita que se encuentra de pie en la intersección va a cruzar o no, reflejos sólo comparables a la velocidad de la luz para aplicar el freno cuando el niño –que la abuelita llevaba de la mano- cruzó sin mayores miramientos, y un sentido auditivo extremadamente selectivo para evitar escuchar los múltiples cornetazos e improperios de sus congéneres, quienes claman porque ignore al niño y a la anciana y aplique el acelerador, ya que el semáforo hace años (microsegundos en tiempo real) cambió de rojo a amarillo (nadie, en realidad tiene tiempo para esperar el verde) y es hora de continuar.


Como si esto no fuera suficiente, el atribulado conductor debe también esquivar los obstáculos dejados en la vía, entiéndase: pasajeros de transporte público, quienes son abandonados a su suerte, con frecuencia a metros de las paradas –sean éstas reales o improvisadas-, casi siempre con un carril vehicular de por medio, haciendo del arte de solicitar la parada un deporte extremo para pasajeros y conductores por igual.


En su aspecto negativo, los conductores prefieren los espacios menos adecuados para estacionarse, padecen de cierta incapacidad motora para poner a funcionar ese botón denominado “luz de cruce”, desconocen que ese curioso diseño que adorna las esquinas y encrucijadas, está destinado al paso peatonal; y que la bocina o corneta del automóvil debería ser empleada para algo más que el simple terrorismo vial.


Mención aparte requieren nuestros amigos los motorizados. Estas interesantes criaturas, casi una subcultura ya, se rigen por leyes no escritas que más valdría respetar, si es que no se quiere uno ver envuelto en alguna querella callejera. Conocido es por todos que si un auto golpea a un motorizado, hasta de las piedras mismas saldrán los compañeros –conocidos o no, eso es indiferente- del infortunado, dispuestos a reclamar justicia. Por desgracia, esa justicia es aplicable únicamente a los miembros de la cofradía. Si un motorizado se lleva tu retrovisor, te raya la puerta o te lleva por delante cuando intentas bajarte de la camionetica por puesto, no hay justicia que valga para ti o tu maltratado bien.


Desde luego, esas leyes no incluyen (ni siquiera están remotamente relacionadas) a las leyes de tránsito comunes y silvestres que el resto de los mortales ignora mayoritariamente y en categoría olímpica. Para el que conduce una moto, el camino es la ley, un semáforo en rojo carece de significado, si la moto cabe por el espacio disponible, lo demás es historia… y siempre cabe (o al menos así lo parece en principio). Contados son los motorizados concientes que saben que su integridad física se ve comprometida en cada viaje y que la ¿mala? fama conquistada puede ganarle enemigos gratuitos.


En fin, que del tránsito capitalino pueden decirse muchas cosas… lo extraño es que a pesar de todo, seguimos saliendo a la calle, seguimos al volante, caminando, tomando el transporte público. Ya lo decía Newton: permaneceros inertes hasta que una fuerza mayor nos haga entrar en movimiento… y esas fuerzas no tienen día de parada.

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