martes, 17 de febrero de 2009

Chávez de madrugada

sé que está oscuro… Todavía no he abierto los ojos pero estoy segura de que así es. Un clamor en la distancia me indica inequívocamente que son las cuatro de la mañana: el toque de diana. Un sonido característico que se ha hecho muy nuestro. En medio de mi adormilamiento, mi mente comienza a divagar y se pierde en las tantas otras madrugadas que –como ésta- permanecen en mi memoria como huellas latentes de una historia que se escribe día a día ante mis ojos y bajo el toque de mis manos. Recuerdo por ejemplo, esa otra aurora en la que un tanque militar intentaba abrirse paso insistentemente por las escaleras del Palacio de gobierno (entonces sólo palacio porque de gobierno no tenía nada) ante la mirada atónita de un pueblo que –en ese momento, al menos- no entendía la magnitud de lo que estaba sucediendo. Era febrero de 1992. Un poco más tarde ese mismo día, un hombre ejemplar asumiría por primera vez ante las cámaras de televisión –en lo que no puede ser considerado como otra cosa que un garrafal desatino mediático de sus adversarios- la responsabilidad por el hecho subversivo en cuestión, y pronunciaría una frase memorable con la que se metería en un bolsillo al maltratado pueblo venezolano, incluyendo a esta niña de entonces once años.


La algarabía comienza a hacerse más fuerte… y esa alegría me obliga a recordar otro amanecer, uno lleno de emociones intensas… Esa vez, el pueblo se hizo grito y no cejó hasta obtener lo que pedía. Le habían secuestrado, no a su líder –como algunos erróneamente insisten en pensar- sino su dignidad, su amor propio. Fue en aquel momento, un 13 de abril, cuando con toda la hidalguía de sus antepasados, los venezolanos –los auténticamente venezolanos, patriotas y revolucionarios- rescataron lo perdido (representado en la figura de su comandante) y le dieron una lección al mundo de respeto y soberanía. Allí permanecieron, incólumes, inamovibles a pesar del frío y de las muchas horas que llevaban apostados a las puertas de la casa presidencial, hasta ese bendito momento en el que lo vimos aparecer en la oscuridad de la noche, en medio del sonido de los rotores del helicóptero militar (conducido, sí, pos sus soldados, su pueblo en uniforme), abriéndose paso entre el mar de pueblo que lo esperaba con los ojos llenos de lágrimas, pero felices de verlo intacto… Él, sonriente también, los tomaba de las manos a todos, cercano como es a su gente. Eran las 2:50 de la mañana… Cómo olvidarlo…


Quizás producto de mis emociones –ahora mezcladas- o del estado de ensoñación en el que me encuentro, comienzan a aparecer imágenes de euforia y mucha excitación en mi memoria: pueblo en la calle, exultante de felicidad, fuegos artificiales. En la parte alta de un edificio, un grupo de soldados, y entre ellos, uno que ondea vigorosamente un tricolor que se me antoja hermoso, brillante, vivo… Es el amanecer del 16 de agosto. Recuerdo la intensa jornada que le precede, la importancia que el acto de votar llevaba intrínseco en aquella ocasión; siento –como entonces- el pálpito en el corazón, la alegría desbordada al conocer los resultados preliminares y las lágrimas, siempre las lágrimas, testigos silentes de la hermosa historia contemporánea venezolana que se escribe allí, delante de mis propios ojos.


Cobijada por todas estas emociones, por tantos recuerdos hermosos, por tantas imágenes llenas de vida, de realidad, de pueblo, de patria, pienso: ¿Cuántos amaneceres maravillosos nos ha regalado Chávez? ¿Cuántos momentos históricos hemos vivido, momentos que permanecerán en la memoria y en el corazón?

Es entonces cuando me doy cuenta de que la diana no está fuera, está sonando dentro de mí, me está llamando a la batalla por la patria, por el futuro, por esa Venezuela que también quiero y sueño, esa de la que Chávez habla mientras entorna los ojos, mirando hacia los siglos futuros. Ese clamor que movió y moviliza al pueblo, también está dentro de mí, permanecía latente, dormido, hasta que este hombre maravilloso lo despertó hace diecisiete años con un sencillo por ahora


Es allí en ese momento que comprendo en toda su dimensión la máxima que dice que amor con amor se paga. Aquí está, Chávez, todo el amor que nos has dado, el que nos demostraste esa madrugada de 1992, el que nos das con cada decisión que tomas a favor del pueblo, tu pueblo, desde hace 10 años; el que te demostramos cada vez que con profundo espíritu demócrata llamas a elecciones –y van quince-; es el mismo amor con el que fuimos a tu rescate en abril de 2002 –y por el que iríamos mil veces más si fuese necesario-, el mismo amor con el que esta madrugada y todas las que hagan falta, nos ponemos de pie llenos de esa dignidad que tú nos has devuelto. Así, bañada de espíritu revolucionario y con un profundo sentido de la responsabilidad del importante momento histórico que me toca vivir, salgo de la cama, en medio del retumbar de la diana, en un día más de lucha, un día más de batalla, un día normal de Revolución.

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